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Asociación Grupo de Arte y Literatura El Túnel

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LEOPOLDO BERDELLA DE LA ESPRIELLA

Nació en Cereté en 1951. Uno de los fundadores de El Túnel. Ganó el III Concurso Departamental de Cuentos de Córdoba en 1975. En 1977, obtuvo el primer premio del Concurso de Cuento convocado por la Universidad de Córdoba. En 1978, fue finalista en el Concurso de Cuentos de La Felguera (España), con A golpes de esperanza, editado en 1981. En 1983, ganó el Premio Enka de Literatura Infantil con el libro Juan Sábalo. Publicó, también, Bolívar, hombre y guerrero (1983), Travesuras de tío Conejo (1988); y Koku-Yó, mensajero del sol (1988). En 1997, apareció su libro Fantazoológico. Dejó inédita una novela: Fin de mes, y un poemario: De los asombros. En la Universidad Libre, seccional de Cali, fue catedrático en reiteradas ocasiones; allí dirigió un taller literario. Falleció en Cali el 18 de agosto de 1988. Desde 1992, sus restos reposan en el Cementerio Central de Cereté.

APUNTES PARA CONSTRUIR UN RECUERDO
Por LEONARDO BERDELLA GUZMÁN

Con el nacimiento de este año nació también mi primer hijo. Fue un día inédito en mi vida, y desde entonces me acompañan una infinita alegría y una deliciosa fascinación por la responsabilidad, impresiones que soy incapaz de describir en su totalidad. Pero ese día también me deparó otra sensación, esta vez muy curiosa, cuyos alcances aún sigo percibiendo: al recibir a mi pequeño hijo de brazos de la enfermera, sus recientes rasgos me mostraron la imagen nítida de otro rostro, de alguien a quien hace mucho tiempo dejé de ver. Mi asombro fue enorme pero íntimo; era la evidencia de que ese alguien quería saludarme y hacerse partícipe de mi felicidad. De inmediato tomé al bebé y lo conduje a la pieza en la que debíamos esperar la traída de mi mujer del quirófano, y en secreta comunión le retiré la manta de la cabeza. Su cabello me mostró el fuego de una presencia irrefutable.


Leopoldo Berdella con su hijo Leonardo, foto El Universal

El inalterable fluir del tiempo hace que este año también me traiga otra sensación, si bien menos agradable. Y es que todavía ahora, cuando están próximos a cumplirse veinte años de su fallecimiento, me resulta incómodo responder a la pregunta que, de forma invariable, me hacen al descubrir mi parentesco con Leopoldo Berdella de la Espriella. La razón no pasa por la imposibilidad de superar las tristes circunstancias de su muerte o por haberlas extirpado deliberadamente de mi memoria; simplemente es la verídica impresión de que quien pregunta no conserva de mi padre más que ese aciago recuerdo. Pocos más que yo saben lo injusto de tal límite: una personalidad tan rica, una pluma tan esforzada y un padre tan entrañable no lo merecen en absoluto. Por ello quiero edificar de nuevo su presencia, pero esta vez desde la faceta en que más lo conocí, desde algunos de los innumerables significados que tuvo (y sigue teniendo) en mi vida; conservo la esperanza de que así sea menos escasa su memoria.

Es extraño pensar que sólo pudimos convivir durante un año. El resto, cartas, llamadas, visitas esporádicas. Sin embargo, y a pesar de lo que pudiera pensarse, la nuestra fue una relación estrecha y veraz. Él era un apasionado por su familia, se desvivía por sus padres, sus hermanos, por Regis y por mí. Siempre mantuve por él un cariño inmenso pese a la distancia, de cuya reciprocidad nunca tuve duda. Recuerdo que a mis escasos diez años nos sentamos un día a conversar y me explicó, sin recurrir a atenuantes o a argumentos pueriles, los motivos que lo habían llevado a separarse de mi madre. Ignoro si fue completamente franco; lo que sí sé es que ahora que yo también comienzo a aventurar tramas en un papel, comprendo mejor aquella necesidad de evadirse, de buscar su destino en tierras más promisorias, de apostarlo todo por hacer de su vida y de la literatura un único camino, aunque de paso se sacrificaran algunas de sus cosas más queridas. Una decisión valiente que respeto, sobre todo porque creo que yo nunca podría llegar a ella.

En esas cartas que regularmente le dirigía, desde que tuve uso de razón, siempre le narraba una historia, al final. Por lo general trataban de cosas cotidianas mezcladas con una abundante imaginación; las respuestas sugerían argumentos alternos (¿qué crees que pasaría si en vez de esto sucediera esto otro…?) y muchos otros alicientes. Con el tiempo las historias fueron variando y la transcripción de las cartas también (al principio las hacía a mano, luego en la Brother de mi tío, aunque tardaba una eternidad en terminarlas). La reacción fue edificante: me pidió que no me dejara permear por los prejuicios adultos (pues las nuevas historias contenían o eran en sí mismas moralejas) y que no le negara el placer que mi escritura a mano le daba. Además del cariño implícito en estas expresiones, mi padre me dio en ese momento mi primera lección de literatura.

Casualmente, hace ya algunos años me hicieron una pseudo-entrevista para el periódico local, con motivo del segundo lugar que obtuve en un concurso de cuentos convocado por el mismo órgano escrito. En ella la periodista, total desconocedora de cuestiones literarias, encauzó mis inexpertas declaraciones hacia un ámbito meramente social y tergiversó mis palabras, afirmando que yo no debía nada a mi padre, que de él no había adquirido conocimiento alguno. Lo que realmente dije esa vez fue que yo no perseguía el mismo género que él (la literatura infantil), y que por ello no me inspiraba directamente en sus escritos. Contrario a lo que la periodista hizo entender, me hubiera gustado nutrirme de su experiencia narrativa, de su oficio, de sus lecturas, sus trucos y su estilo. Sin duda habría hecho mi transitar literario menos tortuoso y vacilante.


Plaza de Caicedo, Cali

Cuando terminé la primaria por fin pude reunirme con mi padre. Mi llegada a Cali fue como cambiar totalmente de mundo. Mi padre me llevaba al taller literario de la Universidad Libre, que orientaba con Harold Kremer. A caminar por el Paseo Bolívar, por la Plaza de Caicedo; frecuentaba conmigo el Café de los Turcos y Tita Ruffo. Subíamos por las tardes a la loma de San Antonio a comer maíz tierno asado con margarina y a observar el encendido de las primeras luces en el manto de la ciudad, con fondo de brisa y de cometas. En esa loma aprendí a echarle vela a una lámina de tríplex (que había sido una pintura de Walter Tello) y a lanzarme en ella calle abajo; aprendí a comprar por las mañanas en el mercado campesino y a aventurarme a bajar solo hasta la avenida quinta buscando el verdadero significado de la palabra mecato. En Cali aprendí a montar en bicicleta y a tomar champú. Presencié una goleada del glorioso América de los ochentas, en el Pascual Guerrero. Presencié numerosos y maravillosos conciertos en la Sala Beethoven, como el del pianista cubano Frank Fernández o el de la sinfónica del Valle interpretando Carmina Burana. Fue solo un año, pero uno de los más felices y enriquecedores de mi vida.


Pintura de Walter Tello

Barrio San Antonio, Cali

Y es que una de las cosas que continúa impresionándome es el recuerdo de la atmósfera artística que experimenté en esa Cali ochentera y bohemia. La casa alta del tradicional barrio San Antonio, al pie de la loma, era el punto obligado de pintores, escritores, músicos y toda clase de tertulianos que se reunían alrededor del ron blanco y de una guitarra. Armado de una libreta Jean Book que contenía letras de canciones y parte de las lecciones que había tomado con Lázaro Montealegre, mi padre tocaba y cantaba para sus amigos; disertaba con ellos sobre arte, sobre tal libro o autor, sobre las obsesiones de cada uno y de todos a la vez. En muy rara ocasión hacían presencia en la conversación el fútbol, la política o el clima. Se discutía con pasión, a veces hasta el día siguiente, se bebía y se cantaba, y sobre todo se vivía.

Precisamente una de esas noches culminó de manera diferente: su animador principal no amaneció con ella. Es triste recordar que todo aquello sucedió a escasos dos o tres metros de donde yo dormía. No escuché ni sentí nada, dormía con el sueño profundo que sólo los niños disfrutan y que ya de adultos somos incapaces de alcanzar; Susi me despertó a medianoche, llorosa, y me dijo que debía irme enseguida a la casa de los padres de Lucy (la mujer de mi padre), en el barrio Calima. La primera pregunta que hice fue ¿y mi papá ya sabe? Susi contestó que precisamente él lo había sugerido, que lo esperara allá. Al día siguiente abrí los ojos y según mi costumbre me quedé silencioso en la cama, acostumbrándome al nuevo día; escuché entonces desde la cocina las palabras de la mamá de Lucy, la reacción de sus otros hijos, el llanto contenido de Lucy en la sala. El cuarto se volvió sobre mí tremendamente inmenso.

Hoy día en mi vida concurren algunas de las características que hicieron parte de la existencia de mi padre. Estoy casado, trato de hacer literatura, soy profesor universitario y tengo un hijo. En varios de esos aspectos soy decididamente inferior a él; en otros creo estarlo haciendo a la par o quizá un poco mejor. Pero cuando veo la sonrisa de mi hijo, cuando acaricio su pelo candelillo y le encuentro tantas semejanzas con su abuelo, sólo deseo ser para Alejandro al menos una pequeña parte de lo grande que mi padre fue para mí. Su presencia me sigue alentando más allá de los escritos, y nadie como él puede saber de mi infinita gratitud y respeto.

LAS MANOS
Por LEOPOLDO BERDELLA DE LA ESPRIELLA

Cinco, diez, doce, muchos días —no recordaba cuántos, puesto que ya no tenía memoria sino para su propio miedo—, llevaba en el mismo trajín. Dos manos misteriosas salían intempestivamente de la penumbra de su habitación, y trataban de estrangularlo. Cuando ya toda resistencia le parecía inútil y empezaba a experimentar los primeros síntomas de asfixia, accionaba el interruptor. Un calor desconocido lo empapaba entonces desde la mollera hasta el último recoveco de su existencia, sumiéndolo en la incertidumbre y el desconcierto.

Esa noche, preocupado, se propuso sorprenderlas. Bebió agua de azúcar y masticó hojitas tiernas de toronjil para reforzar el sueño, leyó las dos primeras páginas de la primera parte de El extranjero de Camus, apagó la luz, y se acostó con la última campanada de las once. Al rato, cuando ya el mundo era silencio, cantos de pájaros nocturnos y ruidos esporádicos de grillos y de sapos, sintió que las manos se acercaban decididas, apartando recuerdos que él mismo había repartido durante mucho tiempo en cuotas mínimas de miedo por el cielo raso y las hendiduras en las paredes, el piso de las tablas y los rincones más oscuros de la habitación.

Fuertemente, con el terror convertido en un coraje sin precedentes, agarró las manos asesinas por las muñecas, y las inmovilizó en el aire. Forcejeó, luchó, jadeó. Y maldijo. Poco después, cuando creyó haberlas dominado, trató de soltarlas con brusquedad para buscar el interruptor, pero sus manos estaban tensas, inmóviles, intentando zafarse a toda costa de una fuerza extraña que no les permitía acercarse a su garganta.

(Este cuento breve apareció en Ekuóreo No. 15, marzo de 1981)

POEMAS DE LEOPOLDO BERDELLA DE LA ESPRIELLA
De su libro inédito "De los asombros"

ARTE POÉTICA

En la página en blanco
está el poema
Sólo una puerta
misteriosa
hay que tocas
Una vez abierta
surgen lo bello y lo terrible
encantando
subvirtiendo
atrapando el instante
eternizándolo
leve armonía de viento entre las hojas
fugaz latigazo de luz
hiriendo la noche.

INFANCIA

En mi infancia estuvo Matilde
metiéndose a altas horas de la noche
en mi mosquitero
El vendedor de frutas
intentando asir mi rostro
con sus manos heladas
prematuramente envejecidas
Romerías bajo la luna
el hueco de un árbol
un pájaro
el río…
y esas rápidas figuras
que penetraban en mi cuarto
y revolcándose furiosas bajo mi cama
subían luego por los tendidos
a morder, acezantes, mi cuerpo.
Recuerdo que salían muy de mañana
cuando mi madre sacudía las sábanas
al sol
había charcos de luz en los rincones.
Todo fue asombro, creo...

LA CASA
"No es para cuerpos tímidos
la voluptuosidad de estas llamas"
C.P. KAVAFIS

En la casa de palma y bahareque
había una anciana, Benita,
y un niño, Arlés
—que ahora debe ser un hombre—.
Afuera, el río.
Forjaba lentamente una playa
donde la luna se detenía
en trémulos diciembres de plata.
A la luz de una vela
o de mechones en la puerta del corral
las manos se buscaban afanosas
inexpertas
y un rozar furtivo de labios
encendía los jóvenes cuerpos
y despertaba por momentos a la anciana.
De pronto
el fuerte viento apagó aquellas luces
y la playa se llenó de palos y de cieno.
Alguna que otra serpiente acechaba.
Gruesas nubes manchaban el cielo.
¡ Cómo recuerdo esa casa!
Allí discurría alborozada la vida.
Allí empezaba a trazar sus caminos el dolor.


Casa del Sinú. Foto J.L.G.G.

CORALIBE

Creo que se llamaba Múnera.
El resto eran
una cabaña en el bosque
llena de luciérnagas
su andar lento por el pueblo
—sólo un día de la semana
los domingos
para recibir sin inmutarse
un pedazo de pan o una fruta-
su mirada fría, intemporal.
Nadie conoció su voz.
Nadie una sonrisa
de su rostro sereno
de barbas blancas.
Una tarde recuerdo
decidimos visitarlo.
Sentado frente al fuego
escuchaba nuestras voces
como si no existiésemos.
La noche caía
cuando salimos.
Después
no lo vi más.
Mi padre aseguraba haber visto un día
bandadas de gallinazos
en círculos insistentes
sobre su cabaña.


 

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