Un ángel en tu vientre
Henry Vergara Sagbini
El Universal - Cartagena - Colombia - Sábado 8 de abril de 2000


Después de prolongados y casi impagables tratamientos, por fin ocurrió el milagro. De inmediato buscó entre libros heredados el folleto de Poesía Popular y ahí, en la página treinta, reposaban, a la espera de ese momento, los versos que José Pedroni dedicó a la Maternidad. Sacó tantas copias como resistió su billetera y, más tarde, armado con un enorme frasco de pegante, empapeló con ellas todas las puertas, ventanas, el pasillo y las cuatro paredes de la alcoba nupcial, de tal suerte que, al llegar la esposa, gravindex en mano, cada uno de los rincones les declamó aquel poema:

"Mujer: en un silencio que te sabrá a ternura, durante nueve lunas crecerá tu cintura, y en el mes de la siega tendrás color de espiga, vestirás simplemente y andarás con fatiga. El hueco de tu almohada tendrá un olor a nido y a vino derramado nuestro mantel tendido. Y un día, un dulce día, quizás un día de fiesta para el hombre de pala y la mujer de cesta el día en que las madres y las recién casadas vienen por los caminos a las misas cantadas el día en que la moza luce en su cara fresca y el cargador no carga y el pescador no pesca. Un día, un dulce día, con manso sufrimiento te romperás cargada como una rama al viento. Y será el regocijo de besarte las manos y de hallar en el hijo tu misma frente simple, tu mirada, y un poco de mis ojos, un poco, casi nada."

De ahí en adelante, nada fue color de rosa. El diagnóstico prenatal sólo confirmó las revelaciones entregadas a la madre durante los sueños y, desde entonces, no hubo quien pegara rimas ni sonetos a la epidermis de la casa.

Poco le importaron a mamá las explicaciones de los expertos descifrando la lotería de los cromosomas y sus pronósticos sombríos. Sabía que en su vientre florecido palpitaba un corazón y eso le era suficiente. Pero cuando le comunicaron sus siniestras intenciones, se trasformó en pantera y no permitió que le tocaran un átomo al fruto de sus entrañas.

Después de nueve lunas, muchos soles y lágrimas, la madre supo que el día se acercaba; se perfumó de pies a cabeza y, entre cobitos, pañales y nodrizas, le dio a su hija, que llamaron "diferente", el recibimiento reservado a los sultanes. Dejó correr para ella su manantial de leche y echó a volar la cometa de sus cantos.

Pasó el tiempo y mamá, sin mirar el reloj, ungió con sus besos aquellas manos inciertas, sus ojitos rasgados y los piesecitos de trapo. Mamá, la infatigable, extinguía cólicos, llantos, fiebre y a punta de almohadazos, se enfrentaba a todos los duendes y fantasmas agazapados en la obscuridad.

Él, por su parte, buscó en su pasado los vestigios de un pecado mortal que nunca cometió. Se acercaba a la cuna, como quien paga penitencia, y no se atrevía siquiera a tocarla. Pero una mañana, la niña lo tomó de la mano, le regaló una sonrisa que volvió añicos todos sus temores y, por primera vez en cuatro años, la acomodó en sus brazos y la besó en la frente. -Puedes estar seguro- le dijo su esposa- que tu hija te ama. Ella es uno de los tantos milagros incomprendidos y mansos de la creación. Di a los cuatro vientos que nuestra hija es un ser inmaculado, que jamas iniciará una guerra, no envenenará el agua ni los aires y nunca esparcirá semillas de engaño. Es sólo un ángel moldeado en mi vientre con la misma arcilla de las estrellas.

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© Carlos Crismatt Mouthon

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