Domingo 9 de enero del 2000
Guillermo Valencia Salgado Sol Cultural
CARLOS ORTIZ PEDROZA
Sincelejo
El sol cultural que brilló hace 33 años en
Sincelejo, descuajó la nieve que hasta entonces se apoderaba
de sus 45 mil habitantes.Pues, desde los augustos patios de!
Instituto Nacional Simón Araújo, un Prometeo cordobés
robó el fuego sagrado de los dioses excluyentes de la urbe y
lo repartió, con asombroso desafío propio de una
deidad, a los ávidos estudiantes que dormitaban al frescor
del umbrático ramaje del gigantesco campano que se yergue
airoso y que con sus umbráculos toca inclusive el alero de la
casa que fuera de don Adán Torres.
Escapado de su hábitat olímpico- las
embrujadas y siempre letíficas tierras del Sinú-,
irrumpio como un rayo ¡oh, manes de de Júpiter!, un
hombre que bien pronto se dio a conocer por su eterna manía-,
¡qué fructífera manía! de rendirle culto a
Palas Atenea de cuyas vivificantes espitas había abrevado como
sediento insaciable de la sabiduría, de esa que está
arraigada en el ánima del pueblo y que día tras día
se enriquece para brotar luego espontáneamente como los
manantiales que forman oasis en medio del desierto.
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GUILLERMO VALENCIA SALGADO, a la derecha, con Carlos Crismatt Mouthon.
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Guillermo
Valencia Salgado, el compa'e Goyo, con él, Simón
Almansa Castillo, Lenis Portnoy, Eduardo Pastrana Rodríguez-
el estudioso carismático, circunspecto e inquieto Eduardo-,
Julio Lamboglia, Efraín Pastor, Jesús Caballero Alvear
y la presencia mítica de ave mensajera de lo culto, lo divino
y lo profano; terrígeno y celestial del poeta Jorge Artel,
pasábamos largas horas bajo el cielo estrellado de la casa de
María Anaya, soñando con luciérnagas errátiles
copulando en éxtasis lejanos, releyendo El Principito,
declamando los versos irreverentes y con sabor a pueblo de Hernando y
Rosita Santos.
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ensayando de memoria la pequeña obra de teatro por montar para
el grupo El Campano, del Simón Araújo. Ya dramatizando
el próximo recital de la niña estrella de la época,
Bety Pupo, descubrimiento feliz de quienes elevaron ancla en
el mar inmensurable de la cultura sabanera.
Cómo
pasa el tiempo. Tengo la seguridad ya no es el Goyo de ayer. Estoy
convencido que no es el mismo. Está más crecido y más
frondoso. En hombres como Goyo, los años mueren antes de
llegar a ellos, no se atreven a tocarlos. Y si los tocase caerían
fulminados como los titanes derribados por Zeus. Ese "hombre
río" que nos retrata el pincel hecho de José Luis
Garcés González, no tiene puerto ni desembocadura. Si
los tuviese, ningún mar podría contener el golpe de
ariete de sus aguas.
Aguas
lustrales que literalmente harían desbordar el piélago.
Si Goyo es un árbol, él solo, de suyo, forma un bosque.
Si es un cielo, su inmensidad e infinitud, conduplicarían la
parábola del retorno.
De Guillermo
Valencia Salgado aprendí una lección inolvidable: las
estatuas de bronce jamás se pintan. Desde entonces he librado
una batalla de papel para impdir que cada año ensapolinen
la única estatua de bronce que tenemos en la capital de Sucre:
la del Hombre de las Leyes.
Cuando
pergeñaba las presentes líneas, no pude contener la
emoción. Miré retrospectivamente y ¡no lo dudé!,
vi cómo se escapaba una lágrima furtiva descendiendo
pausadamente y se detuvo en el estático teclado, como
queriéndome recordar un clásico pensamiento de Santiago
Ruiseñol que yo interpreto a mi manera: "Cuando un hombre
se hace viejo y los demás lo ignoran, mala señal es
para el que ha envejecido". Que no es ciertamente el caso de
Goyo. Por lo menos, no en lo que a mi respecta...Para muestra ¡este
botón!.
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