A mis doce años de edad
estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta.
Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: Cuidado!
El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse,
me dijo: Ya vio lo que es el poder de la palabra? Ese día lo supe.
Ahora sabemos, ademas, que los mayas lo sabían desde los tiempos
de Cristo, y con tanto rigor, que tenían un dios especial para las
palabras.
Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder.
La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las
palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas
ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas:
nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío
como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas
o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles
de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión,
el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a
brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en
las penumbras del amor.
No: el gran
derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas
lenguas que ya no es fácil saber como se llaman en ninguna. Los
idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados
hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.
La lengua española
tiene que prepararse para un ciclo grande en ese porvenir sin fronteras.
Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica,
como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica
creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión,
en un ámbito propio de diecinueve millones de kilómetros
cuadrados y cuatrocientos millones de hablantes al terminar este siglo.
Con razón un maestro de letras hispánicas en los Estados
Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete
entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención
que el verbo pasar tenga cincuenta y cuatro significados, mientras en la
república del Ecuador tienen ciento cinco nombres para el órgano
sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por
sí sola, y que tanta falta nos hace, aun no se ha inventado. A un
joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos
que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño
desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero, dijo: ``Parece
un faro''. Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento
de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que Don Sebastián de
Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejo escrito de su puño
y letra que el amarillo es el color de los enamorados. ¿Cuántas
veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana,
un pan que sabe a rincón, una cereza que sabe a beso?
Son pruebas
al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempos no cabe
en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la
de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos
para que entre en el siglo veintiuno como Pedro por su casa.
En ese sentido,
me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos
la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos
a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas
a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos
y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos
y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos
de buen corazón con los gerundios bárbaros, los ques endémicos,
el dequeísmo parasitario, y devolvamos al subjuntivo presente el
esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos
en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro
muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la
cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites
entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos
escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima
ni confundirá revolver con revólver. Y que de nuestra be
de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron
como si fueran dos y siempre sobra una?
Son preguntas
al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza
de que les lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías
y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar,
con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella
bicicleta providencial de mis doce años.