Bandera de Córdoba Escudo de Córdoba Escudo de Montería Bandera de Montería
Bandera y Escudo de Córdoba Bandera de Colombia       Escudo y Bandera de Montería

| Inicio | Aviso Legal | Correo | Créditos | Mapa del Sitio |

Asociación Grupo de Arte y Literatura El Túnel

.

EL TÚNEL

PERIÓDICO  CULTURAL
N° 2 Montería, Colombia,
Mayo de 2008
…………………
Asociación Grupo de Arte y Literatura El Túnel
Nit: 812007500-9
Página web: grupoculturaleltunel.com
E-mail: eltunelmonteria@yahoo.com
Diag. 14 # 4-54. La Granja. Montería
Celular: 3135099504

MI VISIÓN DE LA LITERATURA

 

Por Álvaro Bustos González*

A la memoria de Germán Espinosa

Una visión puede ser muchas cosas. Un hombre que llega temulento en la madrugada a su casa puede tener visiones oníricas, y confundir el adorno de la mesa de centro de la sala con el Jarrón de flores, la pintura de Gauguín, del mismo modo que puede tomar cualquiera de las réplicas de los cuadros de Picasso, La mujer de dos caras, por ejemplo, por Las señoritas de Avignon. En este caso se trata de la borrachera, que perturba el juicio y altera la sensibilidad. Pero si este hombre, ya en su sano juicio, se pone a pensar en su propia visión del arte, y dentro del arte en su punto de vista sobre la literatura, encuentra una serie de caminos bifurcados que tal vez nunca se puedan hermanar. Lo natural, entonces, es que vaya al diccionario y busque la definición que más le convenga a sus propósitos. Y eso fue lo que hice.


Jarrón de flores, de Gauguín

Las señoritas de Avignon, de Picasso

No puedo explicar mi visión de la literatura como si ella fuese el resultado de una contemplación inmediata y directa de unos hechos, sin percepción sensible, puesto que si la literatura es la vida, o la contrafaz de la vida, mal podría reducirla a una observación neutra o inocente, en la que no haya contextos, pasiones ni nada trepidante, como si estuviera frente a un estafermo o ante una inanidad, de cuyas naturalezas baladíes nada se puede esperar en materia de exaltaciones o estrujamientos del espíritu. Tampoco puedo tomarla como una mera creación de la fantasía o de la imaginación. A mí me seduce la opinión de Chesterton en el sentido de que las obras perdurables son aquellas que están construidas sobre el sentido común, sobre la vida del hombre y sus entresijos, más que sobre los débiles pilares de la inventiva pura. Ahora bien, el hombre al que me refiero tiene para mí un significado que trasciende, con dudas, su aspecto biológico; lo veo como una novedad en relación con el mundo animal, no siempre conciente de su libertad, y por tanto no siempre conciente de su moralidad. Este hombre, que está a medio hacer, y que probablemente nunca termine de hacerse a sí mismo, es, a mi juicio, el objeto ideal de la literatura.


No comparto la actitud pseudomística que asimila la literatura a una iluminación intelectual infusa, o a un conocimiento sin raciocinio. Ya sé que la literatura no debe valorarse con rigor científico, pero no me cabe duda de que los mayores escritores de todos los tiempos han poseído una información básica sobre los aspectos lógicos y objetivos del conocimiento de su época. Alguna vez comparé la ciencia con el arte bajo la premisa de que en ambos casos se plantean hipótesis. La diferencia es que en la ciencia las hipótesis deben ser verificables y refutables, mientras que en el arte, en particular en el arte literario, éstas sólo deben ser verosímiles, o cuando menos convincentes. Así las cosas, mi visión de la literatura, a partir de las proposiciones que vengo dilucidando, queda reducida al hecho de hallarme, cuando es del caso, atónito o pasmado con la lectura de algo bien escrito, independientemente de su género. Desde una novela o un cuento, hasta un madrigal, desde un drama hasta un apólogo o una jitanjáfora, lo que primero me interesa es que todo esté bien escrito. La virtud de la buena escritura es que ella, por sí misma, puede llevarnos a considerar la validez de un texto. Fue lo que pasó con Sigmund Freud, quien, prevalido de su estilo exquisito, persuadió a la humanidad por un tiempo de las dudosas verdades del psicoanálisis.

    Sigmund Freud                                                 León Tolstoi

He hablado del arte, y para el caso acojo el parecer de León Tolstoi, quien afirmó que una obra de arte no vale nada si no transmite a la humanidad nuevos sentimientos; es decir, que el arte universal surge solamente cuando un hombre, habiendo experimentado una emoción viva, siente la necesidad de transmitirla a sus semejantes. En la necesidad de dar un testimonio encuentro yo la vocación del artista; pero ese testimonio no puede darse sobre bagatelas. Algo sé, vamos al decir, de euforias artísticas. Lo explico por mi afición a la fiesta de los toros. Aquí la emoción nace del riesgo, del valor y de la lentitud con que se ejecutan las suertes. Reconozco, empero, que éste es un arte dramático y, si se quiere, bárbaro, pero ya habíamos convenido, desde los tiempos de Ortega y Gasset, que el hombre es quehacer y drama, y en sustento de estos borroneos, sobre los cuales ahora discurro, que el hombre inacabado y defectuoso es el gran objeto de la literatura, y quizá de la mayoría de las expresiones culturales que tienen un sentido estético.

He creído que la literatura es un saber de saberes; pienso que para ella no hay confines en el ámbito de lo humano. Me inclino a aceptar la tesis de que, desde la más remota antigüedad, el acto de escribir existe porque es necesario extirpar el “vicio de la venganza”. En vez de matar al canalla, es mejor ridiculizarlo; antes de cruzar sables con el enemigo gratuito, es mejor mirarlo como un pichete. Pero no se crea que los escritores, aun los más grandes, están exentos de bajos pensamientos y de abyecciones. Un paradigma, valga decir Quevedo, satirizó a la sociedad y a los poderosos con los que le tocó convivir. Los pretextos eran la decadencia del imperio español, cuya Armada Invencible había sucumbido en las aguas del Canal de la Mancha, y las gansadas en que suelen incurrir los viudos del poder y los señoritos de sociedad cuando pierden sus preeminencias. Mas Quevedo tenía una condición cortesana irredimible, en parte por su origen y en parte por las contingencias de su vida azarosa, lo que determinó en buena medida el carcelazo que a la larga le propinó el Conde Duque de Olivares, a quien el agudo escritor había colmado de zalemas, y quien finalmente hizo caso omiso de éstas a cambio de atender las intrigas y bellaquerías de los adversarios de don Francisco, el cual, alejado ya del mundo y sus placeres, no tuvo más remedio que dejar a la posteridad, como testimonio de su condición de hombre de estudio, el primer cuarteto del soneto Desde la Torre:

Francisco de Quevedo

         Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.

Porque don Francisco de Quevedo fue uno de los intelectuales más cultos de Europa. Hablaba seis idiomas y escribía en latín. Hoy eso no se usa. Cualquier aventurero agarra un bolígrafo (al que de forma arcaizante le adjudica el nombre de péñola), se pone a garrapatear historietas sin ton ni son y sale a la búsqueda desaforada de un improbable editor. Ya nadie se extraña por estas cosas. El hecho de que las municipalidades estén plagadas de estos pretensos escritores, que por lo demás a ninguno hacen daño, indica la pobre enseñanza crítica que se imparte en los recintos escolares y universitarios. Quiero decir que un escritor de verdad no sólo debe vivir para la literatura, sino que todo aquél que aspire a ser escritor, sin importar la popularidad de sus libros o el relativo éxito de sus conatos, debe adquirir una cultura universal como signo de respeto por quienes lo han precedido.

Ampliar la imagen  Francesco Petrarca             Giovanni Boccaccio

Sin la existencia de Petrarca y de Boccaccio nada de lo que hemos leído, a partir del Renacimiento, hubiera sido posible. La búsqueda minuciosa que ellos hicieron de los libros de Homero y de Virgilio le permitió a la cultura de la cual somos herederos empinarse sobre las sombras escolásticas del medioevo y darnos una visión más humanizada del hombre y su destino. Allá están las raíces espirituales y paganas de lo que somos; allá debemos volver con una mayor asiduidad. El dilema de la originalidad, que tanto perturba a los escritores de ficciones, no debe ser un motivo de rechazo a la semilla de nuestra civilización. En alguno de sus ensayos Germán Espinosa contó que, cuando niño, oyó en las praderas de Corozal la historia de la mujer que perdió al marido y a la que, como condición para recuperarlo, un brujo le impuso la tarea de buscar a un tigre vivo y hacerle un nudo en cada pelo del bigote. La mujer se dio sus mañas para encontrar al felino, lo sebó con carnazas y cumplió la penitencia. El marido, como era de esperarse, no apareció, y entonces el brujo cayó en una fase de descrédito irremediable. Tiempo después, refería el mismo Espinosa, se topó con la misma historia en Sudán, casi con los mismos pelos y las mismas señales, lo cual le permitió repetir, al tenor del inefable lugar común, que, ciertamente, el mundo es un pañuelo.

La circunstancia de vivir en la cuenca del mar Caribe nos obliga a identificarnos con un cierto sentido de universalidad. Nosotros hemos sido influidos por todas las corrientes de pensamiento que en el mundo han sido. Mal haríamos, en especial en el terreno literario, si, en busca de unas presuntas raíces autóctonas, nos olvidáramos de la formidable irrigación intelectual y sensitiva que ha corrido por nuestro horizonte geográfico. Creo que valoraríamos mejor lo propio si escudriñáramos aquellas bases lejanas desde las que emigraron los humanistas, cronistas y músicos primigenios. El de nosotros fue un mestizaje reemergente; las sangres europeas que aquí llegaron ya estaban suficientemente mezcladas desde hacía siglos, y lo que hicieron fue continuar con el proceso natural de simbiosis (genética y cultural) que ha caracterizado, con sus dolorosas variantes fratricidas, el discurrir del hombre sobre la tierra.

El prototipo del escritor universal, o de cultura universal, tal vez haya sido Jorge Luis Borges. La perfección de su estilo y su erudición no tuvieron igual en el idioma español del siglo XX. A la vera de su gloria, que llegó tardía por las mezquindades habituales, e incompleta por la falta del premio Nobel, se han acercado todos como canéforas a regar sus huellas con incienso y pétalos de rosas. Tal vez uno, Paul Auster, adujo que Borges no era lo que decían de él, puesto que nunca había escrito una gran novela. Pero esto no desdice de Borges. Habla, más bien, de la posibilidad literaria de llegar a la cúspide y de lograr el reconocimiento unánime por otros caminos. Cuando pienso en Borges pienso en la escritura perfecta, es decir, me acuerdo de la literatura. Nada me importa que su biografía sea, en términos mundanos, poco atractiva, o que su vida sentimental haya sido exigua; lo que valoro es su educación selecta, su amor por los libros y su capacidad única de decir las cosas como un dios de la palabra.

 Jorge Luis Borges

Aconsejado por mi padre, quise adquirir desde niño una idea de la condición humana. Este propósito suponía el conocimiento previo de mí mismo. Nada excepcional hallé, por supuesto, en mis entretelas; pero esa búsqueda titubeante y sincera, que medía ilusiones y expectativas, estados de ánimo contradictorios, aciertos y errores, me llevó más tarde a descubrir, a la sombra de una larvada afición que tuve por la psiquiatría, la solución del enigma. Uno de mis profesores, que nos daba clases de psicosis esquizofrénicas, nos recomendó, por si queríamos entender algo acerca de la noción del alma, que leyéramos a Shakespeare, a Dostoievski y a Balzac. Los conflictos narcisistas y las ambigüedades que describe Shakespeare, las hondonadas psicológicas en la obra de Dostoievski y el inclemente escalpelo balzaciano, que diseca hasta el fondo las hipocresías y banalidades de la vida social, son la demostración palmaria del poder de la literatura cuando ella se obstina en mirar sin contemplaciones a este pedazo de materia y de espíritu al que llamamos hombre. Es lo que Ernesto Sábato llamaría “la belleza de los abismos”.

Sabido es que los escritores suelen mirar a los periodistas con cierto desdén. Es más, muchos sostienen que el periodismo destruye el talento literario. Yo no lo creo así. En asuntos de arte el talento no se aprende ni se deshace; tal vez requiera de una férrea disciplina para llegar a un puerto seguro. Algunos autores paradigmáticos, como Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, han ostentado un talento periodístico y literario sin par; hoy esta condición refulge, y de qué manera, en las manos de Juan Manuel de Prada. De otro lado, hay acuerdo en que Gay Talese y Tom Wolfe, como periodistas, devinieron maestros consumados en el arte de escribir reportajes y crónicas en un espléndido lenguaje literario. Lo que habría que hacer, por el contrario, es poner en solfa a los narradores que se niegan a escribir ensayos, o que se oponen a injertar en sus novelas, por un prejuicio academicista irrelevante, alguna idea o concepto que valga la pena desarrollar al compás de una trama y del desenlace de la misma.

Pienso que el estilo de una obra literaria es fundamental. No lo asumo como un aderezo ni como una triquiñuela. El estilo es la forma única en la que un artista puede expresar lo que siente. Si el resultado es extraordinario, no quiere esto decir que las palabras sean maravillosas por sí mismas; lo que triunfa en este caso es la forma que tiene el artista de ver el mundo. Muchas veces me pregunté por las razones que le atribuyen a Virginia Woolf una decisiva influencia en la literatura del último siglo. Creo haber resuelto la duda el día en que hallé un folleto de cien páginas y cinco relatos dedicados a Londres, en los que la gran escritora, muy a despecho de su obra novelística y de su depresión endógena, plasmó el amor por su ciudad en un estilo incomparable, profundamente cristalino y armonioso, que para mí es el culmen de la gracia y el empirismo ingleses puestos al servicio de las letras universales.
Ningún amante del género cuentístico omite el nombre de Antón Chéjov en su antología personal. Aquel cuentista magistral puso de acuerdo a todo el mundo por el resto de los siglos. Pero el cuento, por su corta longitud y apretada sabiduría, en ocasiones es motivo de incomprensión. Cuando no se le sobrevalora en su dificultad, se le menoscaba en su importancia, como si a su alrededor se repitiera la inútil disputa entre los simpatizantes de la ópera y los seguidores de la zarzuela. Devenir escritor de cuentos, sin embargo, puede ser considerado injustamente por algunos como una salida decorosa a la imposibilidad de realizar obras de mayor envergadura. En este caso habría que considerar a la literatura como un asunto de resistencia, en el que los plusmarquistas se llevarían todas las preseas. Pero esto, por fortuna, no es así. La escritura breve no indica insuficiencia. Si así fuera, los poetas vivirían por fuera de los panteones de la fama y del prestigio. Es posible, pero de ello no estoy seguro, que en determinadas instancias intervenga el temor al naufragio, o la timidez extrema, para que un autor opte por la escritura fragmentaria y la vida en penumbra, lo cual va a definir necesariamente la morfología de sus escritos. No puedo dejar de mencionar en este punto, en virtud del afecto que me suscita, a Julio Ramón Ribeyro, el prosista que me dejó absorto el día en que leí Sólo para fumadores, el cuento emblemático de mi paladar literario, y La tentación del fracaso, el patético reflejo diario de su fragilidad y sus incertidumbres. Ribeyro sólo vino a ser renombrado más allá del Perú y del círculo de sus amigos privados en las postrimerías de su marginada existencia, cuando a alguien se le ocurrió hacer justicia otorgándole el premio Juan Rulfo de literatura.
 Julio Ramón Ribeyro               
Una fuente inagotable de dichas literarias se encuentra en la lectura de filósofos y científicos que prescinden de la jerga especializada para persuadirnos con la sobriedad y el escepticismo de sus textos. Karl Popper podría enseñarle a escribir a cualquiera que aspire a identificar los vasos comunicantes que existen entre la filosofía del conocimiento y la libertad de crítica en una sociedad abierta, del mismo modo que Stephen Jay Gould, el famoso paleontólogo, nos explicaría cómo es que en el proceso de investigación y aprendizaje debemos combinar las múltiples astucias del zorro con la infinita paciencia del erizo.  
No sé si ya terminó la bizantina discusión sobre el papel del intelectual en la sociedad contemporánea. Una mirada somera al tema me conduce a una verdad pedestre y rutinaria: no todos los intelectuales son escritores ni todos los escritores ejercen la crítica. Sería un disparate, desde luego, considerar que el don literario o la inteligencia cultivada en un área definida del saber le confieren al hombre una lucidez superior a la del resto de los mortales frente a los asuntos de interés general. A mi juicio, el intelectual, sea o no escritor, tiene la obligación moral de diseminar, con su ejemplo, los valores de la tolerancia y del raciocinio argumentativo y analítico; cualquiera otra actitud, en especial las referidas a la proclama de dogmas ideológicos o a la defensa de procedimientos violentos, desmerece de plano la validez de sus supuestos atributos. El compromiso del escritor, como yo lo concibo, debe ir desde los linderos de su conciencia hasta los límites de sus honradas necesidades humanas. Pero no más allá de éstas. Su función no es la de hacernos mejores sino la de hacernos más felices a través de la belleza de sus obras, y más reflexivos a través de su particular cosmovisión, única forma de espantar las sibilinas asechanzas de la muerte, ante cuyas garras todo parecería superfluo e inútil.

…………………………………..

 

LIBROS  QUE  NOS  LLEGAN

 

       LA ALEGRÍA DE ESCRIBIR: MIGUEL MÉNDEZ CAMACHO     
(Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2007)

La alegría de escribir denominó él esta compilación de “cuentos, reportajes, columnas, crónicas”. Una buena parte de los textos en prosa salidos de su pluma inquieta en los últimos veinticinco años. Me los leí de un tirón; algunos ya los conocía. Los releí todos, no sólo en el empeño de prepararme para cumplir con el encargo, sino porque me agradaron. Para comenzar, me llegaron su frescura y su autenticidad.
El estilo suelto, natural, con recurrencia terrígena. Nombres, paisajes, tradiciones, vocablos, con olor de caña, panela, café, frontera; un      radical como el que esto escribe, apenas echa de menos la memoria de Peralonso”: FERNANDO HINESTROSA.

                                                     
          DE LA VIDA QUE PASA.
Ensayos periodísticos de Jorge Artel
                                                              ÁLVARO SUESCÚN (Barranquilla: IDCT,2007)

De la vida que pasa es el título de los escritos periodísticos de Jorge Artel, recopilados por Álvaro Suescún bajo la rúbrica del Instituto de Cultura y Turismo de Barranquilla (I.D.C.T.) y presentado a los lectores en diciembre de 2007.
El libro está dividido en cinco partes que corresponden a Cartagena 1927-Bogotá 1948; Crónicas del exilio; Raíces en Panamá; Señales de humo, que comprende Textos políticos, Textos generales y Textos filosóficos; y Otros textos.
Este es un trabajo valioso, hecho con los ojos puestos en la justicia y en el futuro, que rescata la escritura en prosa de uno de los poetas esenciales del Caribe latinoamericano, y pone a disposición de las nuevas generaciones la palabra de un hombre inmenso que supo ensamblar su estética con los desgarramientos dolorosos de la sociedad que le tocó vivir, disfrutar y padecer.
Ahora esperamos que Álvaro Suescún finalice la ya anunciada biografía de Artel, que vendría a ser el indispensable e inquietante complemento de esta labor investigativa y reivindicatoria en la que lleva empeñado varios años: JOSÉ LUIS GARCÉS GONZÁLEZ


* Médico pediatra, profesor universitario  e intelectual monteriano. En 2004 publicó La pupila vertical, selección de crónicas y ensayos. Este texto fue leído en el XV Festival de Literatura de Córdoba, Montería, nov.3 de 2007.

 

Eres el visitante # desde Agosto 30 de 2007