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Edgardo Puche Puche

Crónicas y Estampas de Montería
Edgardo Puche Puche
Crónicas
Gerco Editores
Montería, 1998

Contraportada

Me llamo Edgardo Puche Puche y nací en Montería el dí a 11 del primer mes del año cuando en Europa se inició la Segunda Guerra Mundial. No poseo ningún título universitario. Solo soy un simple bachiller de los años de Upa.

He escrito dos libros, uno de cuentos y una novela: La Sombra de Ponciano y Postes de Candela. Jamás he participado con mis trabajos en ningún concurso de una de las bellas artes que usa la palabra como instrumento.

Tengo muchas crónicas publicadas en semanarios desaparecidos acá en la Ciudad de las Golondrinas y hoy colaboro con cuentos y crónicas en El Meridiano Cultural de Córdoba.

Estos aportes a las letras me llevaron a autocalificarme como un seudoescritor, título que porto con el orgullo del autodidacta, pero no tengo posgrado en literatura.

Hoy publico este libro titulado Crónicas y Estampas de Montería. Texto que trata de enseñarnos un poco de historia de mi ciudad nativa... ¡Cómpralo para que aprendas algo leyéndolo y así sepas como era la vieja ciudad en que estás viviendo y que fue fundada por Don Antonio De la Torre y Miranda con el nombre de San Jerónimo de Montería el día 1o de mayo de 1777!... como consta en el acta o cuenta de cobro que por las fundaciones de varios pueblos, Don Antonio De la Torre y Miranda le pasara al Virrey Antonio Amar y Borbón y que reposa en los Archivos de Indias en España. ¡Fecha oficializada por la municipalidad, aunque algunos historiadores han fijado el año de 1774!.

Hundimiento de "El Montelíbano"

La época de lluvias aquel año de 1945 fue una de las más intensas que haya soportado el Sinú. Era el mes de Septiembre, el mes del carángano, generalmente de pocas precipitaciones, pero, llovió como si fuese el mes de Octubre. El invierno presagiaba inundaciones y desastre.

La mañana del 26 amaneció radiante. El sol baño las crecidas y turbias aguas del río Sinú, que sin secarse la cara, contento, prosiguió hacia su desembocadura allá en el Mar Caribe.

En la albarrada, entongadas en forma ordenada estaban las mercancías, que en aquel momento, empezaron a embarcar los braceros en los dos planchones que remolcaba la embarcación que estaba surta, amarrada al noray de hierro, empotrado en la albarrada de cemento armado que defiende del ímpetu de la corriente del río, a Montería, la Perla del Sinú.

Las mercancías, compuestas por tambores de gasolina, Kerosene, bultos de café en pergamino, sacos de azúcar y de sal, alambres de púas, telas y drogas, tenían como destino las haciendas ribereñas y las poblaciones de Las Palomas, Volador, Río Nuevo y Tierralta. Poblaciones que empezaban a florecer en las orillas del Alto Sinú. El comercio entre Montería y estos puertos sólo se hacía por esta lengua de agua, que sirvió de camino a los colonos, que abrieron las puertas de la hoy ricas haciendas que, como latifundios siguen criando y cebando ganado, emblema de la riqueza de este ubérrimo valle que recorre el legendario río.

Las horas pasaron veloces, y cuando ya el sol trepaba y casi llegaba a la cima de la rampa del firmamento, indicando que se acercaba el medio día, los estibadores terminaron de acomodar la carga en las bodegas y en la plataforma de los planchones. Los tambores, alambres y mercancías que no se dañaban en caso de lluvia, iban en la plataforma de los planchones al aire libre. Las otras reposaban en las bodegas. Todas iban rotuladas con el nombre de su propietario.

Cuando el barco se encontró estibado, sonó el pito por primera vez para llamar a los pasajeros.

El Montelíbano zarpaba a las dos de la tarde. Era un barco de dos pisos y de casco metálico, como metálicos eran sus dos planchones. En la parte alta, quedaba la cabina de mando, los camarotes y el salón para los pasajeros que viajaban en primera clase. La planta baja estaba destinada a los pasajeros de segunda. Allí estaba la caldera, la cocina y el cuarto de máquinas. No tenía propela, sino un enorme volante con grandes aspas de madera que giraba sobre un eje impulsaba la embarcación.

El Montelíbano era un vapor cuyas calderas eran abastecidas con leña. Navegó al mando de su dueño el capitán José Carbonel por el Río Magdalena. Ahora era el rey del Sinú y su dueño, el señor Antonio Sofán, estaba orgulloso de él.

Desde las doce del día, la tripulación se encontraba a bordo desarrollando sus labores. "Bartolito", alimentando la caldera. Virginio Betancourt revisando la máquina. Práctico, maquinista y fogonero, jamás se pueden desprender de los puestos de trabajo. Por esto, apenas se pone en marcha la embarcación, el maquinista debe estar pendiente de las órdenes del piloto, entregadas desde la cabina de mando por medio de una campana que está situada en la sala de máquinas y que el piloto hace sonar, jalando una cuerda a la que se encuentra conectada. De acuerdo al número de veces que el piloto hace sonar la campana, el maquinista, acelera o disminuye la marcha. Era una clave que ellos conocían de memoria.

Al fogonero, le tocaba complementar el trío de la seguridad del barco. Sudoroso ante la boca de la caldera, no podía dejar de alimentarla para que siempre se generara el vapor suficiente para mover la máquina o, de descargarla en caso de mucha presión.

A la una de la tarde empezaron a llegar los viajeros. En el barco, después de cruzar el tablón que servía de puente para subir, se encontraba el contador recibiendo el valor de los pasajes. A su lado, saludando a los que entraban, se encontraba el capitán Armando Rada.

Pasaron a bordo entre otros el joven Rosendo Garcés que iba para su hacienda Currallao. Eligio del Castillo Dueñas que ya había dejado el comercio por el río y ahora se dirigía a su hacienda No te canses. Carmen Colón viuda de Silgado y dos de sus hijos, Luis Felipe y Eduardo. También subieron Fernando Corena Avilez, comerciante y concejal de Montería. El turco "Cabito Tabaco", comerciante de baratijas. Enrique Narváez maestro de albañilería y constructor de las primeras casas de material en Río Nuevo y Tierralta. Viajaron esa tarde los trucos César Tamer, Francisco Freja, Fuad Hawasly, el cachaco Vicente Mejía y sus hijos Lucio y Antonio.

Cuando el último pasajero se acomodó en su sitio, el capitán subió a su puesto de mando y ordenó calentar motores. Cinco minutos después, el piloto, frente al timón, pidió soltar amarras e hizo sonar la campana. La rueda propulsora empezó a girar sobre su eje y el barco se apartó de la orilla. La campana sonó seguido. La máquina aceleró. La proa de los planchones, que iban en yunta, empujados por el vapor, rompieron contra la corriente del río. Eran las dos de la tarde.

El barco empezó a navegar. De nuevo el tilín-tilín de la campana. Virginio aceleró a toda máquina como lo pedía el piloto.

Desde la ribera, la gente despedía a sus familiares y aquellos, respondían el adiós agitando las manos. Era un viaje de rutina. Todos los viajeros veteranos sabían que los esperaba una ruta de ciento diez Kilómetros llenos de peligrosas curvas y traicioneros remolinos. El tiempo de viaje subiendo, dependía del número de escalas que hiciera el barco. Por lo general eran dieciocho horas. El barco con rabia rompía la corriente. Los pasajeros veían cómo se alejaban de Montería. Todos confiaban en la seguridad del vapor, pero jamás pensaron, que muchos de ellos no regresarían.

El sol prendido y calentaba la parte de estribor con inclemencia. Los pasajeros para protegerse de sus rayos, algunos pasaron a babor, otros bajaron las cortinas y callados, recorrían con su mirada a los pasajeros que los acompañaban. Algunos eran conocidos. Otros no. Pero no pasaría mucho tiempo y se relacionarían. En un viaje en lancha, todos los pasajeros tenemos la oportunidad de conocernos. Eran muchas las horas navegando y mucha la charla que teníamos que entablar para matar aquel chump-chump monótono del ruido de la máquina del vapor.

El práctico, conocedor del camino como el que más, pegado al timón, vigilaba el río. Tomaba por el centro del caudal, por la ribera izquierda, o por la derecha, de acuerdo con la profundidad que tuviera el cauce, o para evitar las empalizadas y las grandes "vigas" de madera que bajaban con la corriente, y que podían golpear el casco.

Al llegar a cada curva, que son innumerables, se escuchaba la campana pidiendo que aminorara la marcha para tomarla con cautela. Tomada la curva, de nuevo sonaba la campana exigiendo aceleración, y continuaba el viaje.

La estela que dejaba el vapor duraba un largo trecho antes de desaparecer en la distancia. Las maretas que formaban las aguas agitadas por las aspas de la enorme rueda eran más grandes que las que hacían las lanchas con hélices.

El Montelíbano subía el río con lentitud y el sol seguía bajando en el horizonte por estribor. A estas horas, algunas personas se paseaban por el salón y charlaban con otros pasajeros. Otros bajaban hasta los planchones y llegaban hasta la proa. Los más, se entretenían mirando los patos cuervos que nadaban ose dedicaban a pescar, las garzas que raudas cruzaban por encima del vapor, las orillas pobladas por Guamas de Mono, de Cañafistolas y de corpulentos Campanos... De pronto, la mirada experta de un veterano del río, divisa un caimán y grita para que los pasajeros se alerten y vean al saurio que, asoliándose en la ribera, con la boca espernancada, parecía como disecado. Permaneció inmóvil hasta cuando el vapor llegó frente a él. Entonces cerró la bocaza, se irguió en sus cortas patas, corrió y se lanzó al agua... Esta era la forma de matar el tiempo mientras duraba la luz del día.

Llegó la noche con su traje de luto y para que los pasajeros la vieran, se encendió un potente reflector que la desnudó. Los pasajeros trataron de mirarla, pero, sólo vieron las turbias aguas en que se bañaba y cómplice negra.

El reflector debía permanecer prendido durante las doce horas de oscuridad como aliado del práctico, para vigilar la corriente del río.

También las luces del barco se encendieron y se dio paso a la vida nocturna. Se repartió la cena. Los pasajeros veteranos mientras cenaban, comentaban el sitio por el que iba pasando la embarcación: La Floresta, Santa Isabel, Boca de Betancí, etc... Hacían alardes de sus conocimientos del río y la oscuridad no era óbice para que ellos señalaran el nombre de la curva, el pueblo, o del remolino por el que el vapor estaba cruzando.

Después de la cena se organizaban reuniones y algún viajero, narraba cuentos como el del Boche, cuando cruzaban por la hacienda Misiguay, o de tío conejo, o de brujas, cuando éstas, pasaban por encima del barco chiflando. Se porganizaban las mesas de juego para dominó y para póker.

Entre los jugadores de póker se encontraban el turco César Tamer, Francisco Freja, Fauad Hawasly, el cachaco Vicente Mejía y otros. Mientras éstos empezaban la larga noche de juegos, el ambiente del salón, en las primeras horas, se amenizaba con algún declamador o cantante espontáneo, que como aquella noche, sirvió para que el jovencito Lucio Mejía Bossa, Entonara las rancheras Feria de las Flores y Esta Tierra del Cocula, entre otras... Pasaban las horas bajo el sopor del monótono chump-chump del motor del vapor. Los viajeros se recostaban y dormían en las bancas, y otros iban a sus camarotes y los que más, los de segunda clase, guindaban sus hamacas.

Los jugadores seguían libando whisky imbuidos en sus naipes, esperando que la suerte los acompañara. Algunos eran profesionales del póker y por esto viajaban con frecuencia.

El barco seguía su lucha contra la corriente. El cielo hacia el sur, se iluminaba con los relámpagos que como látigos castigaban la noche, indico de que en las cabeceras del Sinú amenazaba con llover. Y si llovía fuerte, lo más seguro sería que en las próximas 24 horas, aumentaría el caudal del legendario río.

A través del chump-chump, se escuchó la campana. La máquina aceleró. Se pasó por la desembocadura del Caño de Betancí. Una hora más tarde paró en Las Palomas. El barco también atracó en Currallao. Allí bajaron Garcés y su carga. Cumplida la escala, se soltaron amarras y prosiguió el viaje. Se detuvo en Volador. Continuó el viaje viento en popa. Suena la campana de nuevo: Frente a los expertos ojos del piloto, la cerrada curva del "Caudillo" y el temido remolino del Torno. El práctico lo tomó como lo mandan los cánones de la marinería. Superado el peligro, El Montelíbano continuó la ruta sin contratiempos...

Al amanecer del día 27 el barco atracó en Río Nuevo, población que despegaba con centro de acopio de los productos agrícolas que entraban de la región de Valencia y otras regiones de la ribera izquierda. También era el centro distribuidor de los productos elaborados que llegaban en el buque, para de allí repartirlos por toda esa rica región...

Se desembarcaron pasajeros y mercancías. Río Nuevo era un pueblo de empuje, tanto que allí, el I.N.A. (Instituto Nacional Agropecuario) tenía un gran depósito en el que se almacenaba toda la cosecha de arroz y maíz de la región. Cuando el capitán Rada se bajó, el gerente del INA lo contactó y lo contrató para que regresara esa misma tarde, durmiera el barco en el pueblo, cargara las toneladas de maíz durante la noche y las bajara hasta Montería al día siguiente.

Así quedó acordado. Zarpó de nuevo el vapor rumbo al puerto final, Tierralta; población hasta donde se podía llegar con lanchas de este calado. Tierralta era otra de las poblaciones con un potencial maderero, agrícola y ganadero incalculable.

El pito del barco sonó a las ocho de la mañana cuando avistó el puerto de Tierralta. La mayoría de los pobladores se encontraban allí cuando el barco atracó. Esto era un acontecimiento que no se podía perder. ¡ Fielmente El Montelíbano cumplía otro viaje!.

Empezó el descargue de la mercancía y la bajada de los pasajeros. Terminado esto, de inmediato se inició el estribaje con la carga que bajaría hasta Montería con extrañeza los viajeros que pensaban salir el día 28 a las seis de la mañana, se encontraron con la orden de que el vapor dormiría en Río Nuevo y por lo tanto, aquel que deseara viajar, debería someterse a esta condición y embarcarse esa misma tarde. Se cargó el vapor con sólo la mitad y un poco más de su capacidad, porque, había que cumplir con el compromiso adquirido con el INA.

Los pasajeros, así condicionados, abordaron el vapor. Entre estos, se encontraban cincuenta indios de San Andrés de Sotavento, que estaban dispuestos a viajar bajo su propio riesgo a pesar de las objeciones que pusiera el capitán Rada para no llevarlos, aduciendo un posible sobrecupo con ellos. Sin embargo, lograron convencerlo y se embarcaron, porque, ese día se cumplió el contrato que tenían con el señor Luis Matías Vuelvas descuajando montañas.

En esto, ellos eran fieles hasta el extremo y aún cuando el contratista les ofreciera más trabajo, no lo aceptaban porque el "contrato era contrato" y ellos tenían que regresar el día que habían fijado. De acuerdo con esto, debían estar en San Andrés el 30 de Septiembre. Si el contratista no cumplía, no regresaban a trabajar más con aquél, ni tampoco harían otro empalme con el señor Libardo López G. que les servía de contacto. Con los cincuenta indios, se llenó el cupo de pasajeros de segunda clase.

A las cuatro de la tarde, el barco se apartó de la orilla, dobló hacia abajo y se enrumbó para Río Nuevo. Los indios iban felices, dormirían en el buque, pero llegarían a sus casas como lo programaron el día que "subieron" a cumplir su contrato.

Al llegar frente al puerto de Río Nuevo, la campana ordenó bajar la aceleración y el piloto comenzó a girar lentamente. Cuando el barco casi había completado el giro, de nuevo pidió acelerar. Completada la curva, el barco con la proa río arriba atracó en el puerto de Río Nuevo en la ribera izquierda.

Los tripulantes desembarcaron para escribir atenciones de sus anfitriones durante la noche. Mientras aquellos se tomaban sus rones y se divertían, los cargadores afanosos y cansados, cumplieron con embarcar todas aquellas toneladas de maíz. La línea de flotación había sido sobrepasada en más de dos cuartas cuando se terminó de cargar...

A la seis de la mañana del día 28 después de subir más pasajeros, sobrepasando también el cupo de los de primera clase, el Montelíbano arrancó rumbo a lo que sería su último viaje por el río. En aquellos momentos el Sinú se encontraba borderito: Las riberas casi desaparecían ante la corriente, porque el nivel del agua parecía superarlas.

Con los pasajeros embarcados en Río Nuevo, el borde de los botes quedó a sólo una cuarta sobre el nivel de las aguas. El piloto debía ser muy cuidadoso al tomar las curvas y los remolinos...

La noche de farra no dejó el cerebro del piloto en su lucidez total. Lo atormentaba un poco el dolor de cabeza.

Al capitán también le atormentaba la trasnochada y por esto tenía en el pensamiento, seguir sin hacer escalas hasta Montería.

Sin embargo, cuando pasaban por Jaraguay, una familia conocida y cliente del barco, esperaba ansiosa, traslado a la ciudad. Era la familia de Everardo Cordero, su señora y sus tres hijos. El capitán dudó para recogerlos, Pero ante la insistencia de los Cordero, pasaron para embarcarlos...

El vapor reinició el viaje y bajaba rápido. Hizo una segunda escala en Morocoquiel. Allí se pudo observar ya, que el agua sólo esperaba cualquier descuido, giro brusco, o, una mala toma de cualquier curva para adueñarse de todo el barco y sus pasajeros.

-Ahora sí -dijo capitán al práctico- ¡No más paradas!

El Montelíbano seguía bajando rápido y el agua sedienta parecía absorberlo.

A las nueve y cuarenta y cinco minutos de la mañana, el sol estaba radiante y picaba en la piel de los pasajeros que se encontraban en cubierta. Algunos cruzaron de estribor a babor para protegerse de los ardientes rayos...

Uno de los veteranos viajeros del río, avistó la hacienda del Torno y dijo a sus vecinos: " allí viene el remolino del Torno y parece que este aparato va muy rápido". Uno de ellos le contesto:

- Tú estás loco, la lancha va bien. ¡ Ahora te la vas a dar de piloto!

- No sé -contestó el veterano- pero, lo que sí te digo, es que este chócoro va muy rápido.

Cuando el barco tuvo enfrente la curva del caudillo, Bartolito se asustó porque el piloto no pidió disminuir la marcha. Se asomó y vio cuando los botes empezaron a acercarse peligrosamente a la orilla por babor. La velocidad del barco no disminuía, y si tomaba la curva a esa velocidad, lo más seguro era que el buque fuera tomado por las agitadas aguas del remolino del Torno y lo hundiera.

Bartolito no tuvo tiempo de seguir pensando es esto... Un golpe seco del planchón de babor contra el barranco del río que se encontraba al mismo nivel del agua, produjo la inclinación del barco hacia estribor, iniciándose así el volcamiento del vapor por este lado. Los pasajeros empezaron a gritar, pedían socorro, agarraban a sus familiares, oraban en voz alta y algunos maldecían al piloto y al capitán.

Con el golpe del bote al recostarse a la orilla, algunos pasajeros, ante la inminencia del peligro saltaron a tierra, se salvaron y desde allí vieron cómo el vapor empezaba a hundirse en las turbias aguas del remolino del Torno.

Los que saltaron a tierra, fueron espectadores de las peripecias y desesperación que sus compañeros de viaje hacían para salvar sus vidas. Algunos se aferraban a baúles, tambores vacíos de kerosene, tablas, o cualquier objeto flotante o, a lo que fuera...

Mientras el barco se hundía, la desesperación crecía entre los que estaban en tierra por no poder salvar alguno de sus compañeros que tuvieron el infortunio de no estar con ellos.

Pasaron algunos minutos y toda aquella estructura metálica desapareció en el fondo del río con su carga y pasajeros. Algunos de estos, lograron salvarse porque sabían nadar. Otros aún sabiendo nadar, no lograron llegar a la orilla, pues el remolino se los tragó...

De los gritos de socorro, al poco rato, se pasó a un silencio de muerte. El dueño y señor Río Sinú, en pocos minutos se tragó al imponente Montelíbano...

"Las dos de la tarde y El Montelíbano no llega" decían acá en Montería ante la demora del barco en arribar. Y no llegará si no la noticia de que el barco se hundió. La noticia la trajo el Expreso Río Nuevo, lancha que también recorría esa ruta, y cuando pasó por el Torno, recogió algunos sobrevivientes, entre ellos estaban: Cabito Tabaco que sin saber nadar y casi ni hablar español, se aferró a un tronco y la corriente lo botó a la orilla.

Se salvaron también, entre otros el capitán Rada, Virginio Betancourt, Bartolito, que saltó cuando el bote se estrelló contra la orilla. También se salvaron Luis Matías Buelvas, Mariano Combatt, Manuel Giraldo y José Salcedo.

Entre los muertos, encabezando la lista, estaban cuarenta indios, José Antonio Chaker, Fernando Corena, Everardo Cordero con su esposa y sus tres hijos, Maruja Espitia, cuñada del capitán Rada y el periodista Castilla Valbuena que se ahogó después de salvar a siete personas.

A las veinticuatro horas empezaron a flotar los cadáveres de adultos y niños. El río se convirtió en un cementerio con fosas destapadas y lleno de putrefactos restos humanos.

Se empezaron a rescatar los ahogados, que en algunos casos los encontraban con uno o más goleros empezando a perforarlos mientras flotaban aguas abajo, frente a Montería.

Fueron ciento veinte los muertos que infestaron las aguas de río, aguas que los habitantes de Montería, se vieron precisados a no usar hasta que no se rescató el último cadáver...

Los años pasaron y cuentan los que siguieron viajando por el río, que cuando pasaban por el remolino del Torno, en noches de luna clara como las de Semana Santa, se escuchaban gritos lastimeros y juraban que durante muchos años, vieron al Montelíbano en aquellas noches de luna, navegando como un buque fantasma, tomando la curva del Caudillo, y desapareciendo en el remolino.

 

 
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