ANTONIO MORA VÉLEZ Leído el 28 de enero de 2000 en el homenaje póstumo a Guillermo Valencia Salgado, el Compae Goyo, en la Universidad del Sinú. Lo escuché por vez primera por las ondas de la Radio Colonial de Cartagena, por los años en que yo terminaba la primaria e iniciaba el bachillerato en el colegio León XIII de la citada ciudad. Hacía el joven estudiante Guillermo Valencia Salgado un programa en el cual representaba un personaje denominado ¨El compae Goyo¨, los jueves por la noche y en él, entre chiste y chiste, le decía sus verdades a los enemigos de Juan Pueblo, y le reclamaba a los tío tigre del gobierno y a los tío zorro de la política por las desventuras del tío conejo campesino que él representaba. Pero lo conocí personalmente en el año 1959 en un congreso de estudiantes cordobeses que se realizó en el Liceo Montería, colegio en el cual yo cursaba el 3er año de secundaria. Benjamín García, fogoso agitador de ideas que estudiaba Derecho en Barranquilla; Eduardo Pastrana Rodríguez, próximo a terminar sus estudios de Licenciatura en Sociales en la Universidad Pedagógica de Tunja, y Guillermo Valencia Salgado, por esas calendas estudiante de Derecho en Bogotá, fueron los más destacados representantes de la comunidad universitaria cordobesa que por fuerza (En Montería no había universidad) residía en otras ciudades del país. Pero a diferencia de las exposiciones ideológicas de García y de Pastrana, la intervención de Valencia Salgado fue un reencuentro con la tierra, con el humor y con los colores del ancestro, intervención que hizo la pausa refrescante frente a la controversia. Gozaba entonces de la fama de haber ganado con el poema ¨Luz Marina préstame tu corona ¨, un concurso de poesía en Viena (Austria) auspiciado por la revista Mundo Estudiantil, órgano de divulgación de la Unión Internacional de Estudiantes. Lo vi después varias veces, a principios de 1960, en el café Automático y en el restaurante Santafereño de la capital y al calor de los capuchinos y de una que otra changua que le hacía extrañar más el mote de queso del Sinú, me contó como fue que al grupo de Acuarelas Costeñas que se presentaba en la Televisora Nacional, y del cual hacía parte, le habían cancelado el espacio, y sus andanzas como aprendiz de danza y de actuación con Delia Zapata y Bernardo Romero Lozano y las razones por las cuales se iba a buscar plaza en Córdoba como juez de pueblo, sin esperar más tiempo para hacer los preparatorios de grado. A su regreso a Córdoba en 1961, con sus estudios concluidos pero aún sin el cartón de abogado, lo volví a ver en los recitales que ofrecía invitado por la Secretaría de Educación, la Biblioteca Departamental o los colegios locales y en los cuales participaban también la declamadora Rosita Santos; el poeta, médico y político Hernando Santos Rodríguez y el conjunto de cuerdas de Rafita Díaz Junior. En esos recitales, le escuchamos declamar Velorios Campesinos, La Paloma Guarumera, María Varilla y otras de sus famosas estampas de costumbres. Y aceptaba el Guillo Valencia tales invitaciones, para cambiar el ambiente pesado de los juzgados en que laboraba por el más agradable de la cultura, que era el suyo. En 1963, al surgir en Montería el colegio Atenas, Guillermo Valencia Salgado, se convirtió en uno de los contertulios ocasionales de ese plantel, junto con Benjamín Puche Villadiego, Rafael y Roberto Yances Pinedo, Hernando Santos Rodríguez, Edgardo Nieto Visbal, Maximiliano Buelvas de la Ossa, y otros que se me escapan, todos ellos simpatizantes o miembros activos del MRL y quienes se reunían a escuchar El sueño de las escalinatas de Jorge Zalamea, los mejores discursos políticos de Gaitán y las declaraciones de La Habana de Fidel Castro, en un gramófono de propiedad del colegio y bajo la sombra de un frondoso árbol de mango que proveía las lonjas para acompañar con sal el ron blanco con agua de coco, que era el complemento etílico de esas tardes de cultura sabatina. Cuando no escuchábamos los discos de acetato, los poetas, cuentistas y declamadores ofrecían sus voces y creaciones a los asistentes. Por esta época Guillermo Valencia Salgado, entusiasmado con el barro moldeado y el hormigón, esculpió El Boga, monumento que rendía homenaje a los hombres que transportaron con su fuerza y su sudor la riqueza del Sinú. Un bárbaro fortachón de la entonces clase dirigente romosinuana lo destruyó a martillazos estimulado por el verbo irresponsable de un cura que habría descalificado, desde el púlpito, la escultura por su semidesnudez y porque el guayuco que cubría las partes pubendas del boga era una insidiosa manifestación procaz que atentaba contra la moral cristiana y las buenas costumbres de los hombres de bien de esa época, según la versión que circuló entonces. No sobra agregarles que a los dos o tres días, un grupo de amigos del escultor cobraba venganza y le arrancaba la mano en alto a la estatua del papa Pío XII situada en el parque de Bolívar, enfrente de la catedral. Cuentan los historiadores que el Santo Padre quedó manco por varios meses mientras un escultor de apellido Lombana de Cartagena le hizo el implante reparador y que el Boga de nuestro querido Compadre terminó en el cobertizo de la finca de Rafael Espinosa Castellanos, unos kilómetros antes de llegar a Planeta Rica, por decisión de su creador quien justificó entonces su decisión diciendo que la clase dirigente de Montería vivía espiritualmente en el medioevo y no estaba preparada para apreciar el arte realista que erige al pueblo como objeto de su reflexión estética. En 1966 trabajaba el Compae Goyo como docente en el Instituto Simón Araújo de Sincelejo, y allá organizó con Eduardo Pastrana una semana cultural a la cual asistí y que contribuyó a generar en ese establecimiento un movimiento cultural que dio sus frutos. Pero pensaba en su tierra. Por ello, a mi regreso en diciembre de Cartagena, ciudad en donde estudiaba mi carrera de Derecho, lo encontré organizando el Primer festival del Río, evento con el cual aspiraba a reemplazar las corralejas en Montería. En su opinión éstas ya no eran una muestra folclórica y cultural de la región sino un negocio que propiciaba el vicio de los hombres y la corrupción de las mujeres. Me invitó a que hiciera parte del comité de propaganda de dicho certamen, invitación que acepté gustoso y casi todas las noches de esos últimos días del 66 y primeros del 67 estuvimos visitando los bailes que organizaban las reinas de los barrios populares y las eliminatorias del Concurso de parejas bailadoras de porro que se desarrolló en el citado festival. En julio de 1971 lo encontré en Tierralta, pero no en persona, sino en los expedientes que reposaban mohosos en los anaqueles polvorientos del Juzgado Segundo promiscuo Municipal. Yo había sido designado juez en esa plaza y al ver su firma estampada en dichos expedientes supe que en ese mismo juzgado había oficiado también como juez de la república el Compae Goyo, pero con un modo singular de administrar justicia que él mismo me contó, en calidad de consejo y al enterarse que me encontraba de juez en ese pueblo. Me dijo que él resolvía los conflictos por fuera del juzgado, buscando el acuerdo entre las partes alrededor de un buen sancocho trifásico preparado y cocinado por el mejor cocinero de la región, el gran amigo ya fallecido Jesús María Montes, quien fue por mucho tiempo secretario de los juzgados de Tierralta. Tal fue el estilo del personaje que un Procurador que lo visitó por quejas de algún litigante resentido consignó, según me contó años después Pacho Cruz Guevara, que no podía iniciarle investigación disciplinaria al juez Valencia porque en su opinión él, ciertamente, violaba las normas del procedimiento judicial todos los días pero por amor y con sujeción a las normas de la moral cristiana y del humanismo que eran mucho más importantes que el derecho. En 1973 lo volví a ver en los pasillos de la Universidad de Córdoba, gestionando su cesantía y prestaciones laborales como profesor de dicha institución, en el cual laboró por varios años gracias al Dr. Elías Bechara Zainún, hasta que un acuerdo del Consejo Superior decidió suprimir los llamados Estudios Generales de la estructura orgánica de la universidad. A la sazón yo fungía como secretario general de la augusta institución universitaria y me contó que había sido nombrado profesor del INEM de Montería, gracias a la gestión valerosa del profesor Libardo García, quien lo defendió a capa y espada frente a quienes se oponían a su nombramiento con el argumento de que no era Licenciado en Español, y que dejaba la universidad con dolor porque sabía que el Museo Antropológico que había organizado en predios del rancho denominado La Machaca , con su ausencia iba a quedar abandonado y se iba a perder, como en efecto ocurrió. Por las anteriores razones de amistad, no fue casual que invitáramos al Compae Goyo a hacer parte del grupo El Túnel en 1975, poco después de que éste se conformara por iniciativa mía. Sabía de sus calidades humanas y literarias y sabía también que estaba solo en ese campo de las letras. Al principio se mostró un tanto displicente con la idea, al parecer porque se sentía incómodo con la poca edad de la mayoría de los integrantes de El Túnel original y a quienes, con mi sola excepción, no conocía personalmente. Pero al final aceptó y esa aceptación marca un hito en la vida de Guillermo Valencia Salgado porque lo puso de nuevo en el camino de la literatura. En 1981 la Universidad de Córdoba, contando con mi participación como gestor dada mi condición de encargado del área cultural, pagó la edición de El Sinú y otros cantos, el primer libro editado del Compae Goyo y en el cual recogió su obra poética y terrígena, sus estampas costumbristas que sólo él sabía interpretar en público y que de ahora en adelante deben ser objeto de estudio en colegios y universidades del Sinú con el estímulo de los profesores de literatura y artes. Ese libro rompió la indiferencia del departamento con la obra artística de uno de sus mejores hombres. Y se convirtió en lectura obligada de los amantes del folclor y por ello es un deber de los declamadores de hoy y de mañana, continuarlas y darles el sabor, la picardía y el sentimiento que el autor les imprimió como sello en cada una de sus interpretaciones. Con el estímulo de El Túnel, el Goyo editó después el libro de cuentos Murrucucú; más adelante, su obra importante como investigador cultural: Córdoba, su gente y su folclor, y finalmente Poemas, libro en el cual recogió los poemas del amor, del ancestro y del mestizaje. Debo señalar que los cuentos de Murrucucú fueron leídos en muchas reuniones del grupo y que en las mismas le insistimos que los publicara porque eran buenos. Él, campesino desconfiado y hombre sencillo que no se creía el ombligo del mundo, dudó de todos nosotros y hasta de la calidad de sus relatos y se decidió a publicarlos en un libro solo cuando el suplemento literario de El Tiempo, dirigido entonces por Carlos Villar Borda, le publicó sus cuentos Chengue y Manatí, y los lectores de Córdoba recibieron sus cuentos incluidos en la antología de El Túnel (1979) con el alborozo de quien siente que su alma ha sido descubierta y representada fielmente por la palabra del artista. Escribir sobre Guillermo Valencia Salgado, el Compae Goyo, no es tarea fácil porque como artista incursionó por varias de las bellas artes y en otras áreas del conocimiento. Todos sabemos que fue músico, folclorólogo, investigador, escultor, escritor, poeta, locutor, dramaturgo, actor, profesor, abogado y gestor cultural. En este testimonio apenas he mencionado al escritor y uno que otra anécdota de sus demás facetas. Ya habrá quienes escriban de él como músico, área en la cual dejó innumerables composiciones que ya son patrimonio de la cultura musical costeña y colombiana. Y quienes evalúen su aporte a la teorización del porro y del folclor de Córdoba, sus obras de teatro, sus esculturas, su personaje típico, toda su obra de hombre que entregó su vida a cultivar la parte amable del hombre. Solo me resta decir, además de lo anterior, que fue un ser humano para quien nada de lo humano le fue ajeno, con un alto sentido de la justicia y de la vida, y que, no obstante la distancia de los últimos años, tengo con su amistad de vieja data una deuda de gratitud porque me enseñó con su obra y con su ejemplo a querer esta tierra cordobesa, su gente y su cultura, y porque me enseñó que ser auténtico es ser consecuente con el plan que nos hemos trazado en nuestra vida, con los valores que hemos convertido en nuestra enseña y con todos los amores que hemos brindado y recogido en el trayecto. Sincelejo, enero 23 de 2000
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