Cuentos, Mitos y Leyendas: Murrucucú Guillermo Valencia Salgado "Goyo" Publicaciones Mocarí. 2a. Edición Montería, 1996 Fui el primer sorprendido al saber que Goyo, el Compae Goyo, como todo el mundo lo conoce, tuviera un nombre cristiano como el resto de la gente. |
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Porque decir Guillermo Valencia Salgado es sólo un pretexto para cédulas, pasaportes y demás documentos oficiales. En cambio decir Goyo es hablar del prototipo del hombre de Córdoba. Así lo conocen los pescadores de Cispatá, los vaqueros de Planeta Rica, los vendedores de pescado de Lorica. Goyo, a través de su constante contacto con el hombre de su tierra, es el intérprete más fecundo y auténtico de la riqueza cultura¡ de aquella sección de¡ país. Este hombre multifacético, que compone porros inolvidables, escribe versos populares, regaña a todo el mundo en su programa radial, talla la piedra y la madera, es además investigador incansable del patrimonio folclórico de su tierra, y como buen colombiano en alguna época pretérita fue Juez de la República; tiene también tiempo sufíciente para tomar ron con los amigos y es el mejor exponente de la literatura oral que he conocido. Dificil tarea para el contador de cuentos, escribirlos después. Pero Goyo ha superado acertadamente la prueba. Este volumen, cuyo título evoca el monte sagrado de los antiguos habitantes de Córdoba, contiene un conjunto de relatos extraídos de la tradición popular, con toda la riqueza de imaginación y mitología que ello implica y que el autor, con destreza, convierte en magníficas obras literarias. Juan Luis Meiía A.
Cuento: El Gritón -¡Déjate de estar mirando el cielo! -Le dijo su mujer. El viento ululó entre los guarumos mal aiustados de la pared de la choza, emitiendo largos y penosos quejidos por las juntas y rendijas. -¿Te has fijado en la forma de las nubes? Parecen aves extrañas con las alas negras - volvió a decir. El viento, ahora, hizo crujir la puerta falsa del cuarto y arrebató de la cuerda de colgar la ropa sucia, la franela cuello de mondongo que se estaba oreando. "Si me pudiera echar atrás", pensó José María, pero dijo: - Recógeme la franela y tráemela. Ya es hora de llevar los puercos. Prepárame la sarapa que comeré por el camino. -¡Eres orgulloso, José María! El viento prolongó su alarido y se arrastró por el largo callejón y alborotó las palmas del chiquero, golpeó en la tierra polvorienta y dando tumbos contra los vallados quebró las ramas de los matarratones. La mujer presintió algo, por eso repitió: -¡Eres orgulloso, José María! Quieres demostrar que eres macho y sé que tienes miedo. -¡Claro que tengo miedo, pero tengo que llevar los cerdos! - Esta noche, José María, no va a ser una noche cualquiera. Es posible que en el viaje se te derroten algunos puercos y eso sería funesto para tu fama. Un hombre puede ser fregado con sus cosas, pero si no tiene en cuenta determinados requisitos, téngalo por seguro que fracasa. Esta noche, tal como se presenta, va a ser noche de tigre y aunque salgas de viaje ahora mismo, pasarás por la montañita de Jeremías a las once de la noche y se dice que por ahí sale el Gritón. José María miró a su mujer con el ceño arrugado, pero nada le dijo: Apretó los labios y con el chingo al hombro salió camino a los chiqueros. Una ráfaga de viento frío le azotó el rostro. Su rostro, ahora, estaba como tallado en piedra. Una decisión de exagerada virilidad lo impulsaba a hacer ese viaje. El debía entregar esos animales en el matadero de la ciudad, pasara lo que tuviere que pasar. Contó los cerdos. Eran quince en total y de todos los tamaños. Cortó una rama de pepo en el vallado y con ella los fue sacando del chiquero. Allá en las calles del pueblo el viento golpeaba las puertas, se revolcaba en los patios, desflecaba las hojas de los plátanos y arrancaba de raíz arbustos, que luego lanzaba con furia sobre los quicios de las casas donde llegaban las ráfagas húmedas con olor a tierra recién mojada. La lluvia arreció y un relámpago rompió el cielo por los lados de San Carlos. --Están los tizones en tierra! - Exclamó. Cuando escuchó el trueno, ni se inmutó. Otro sonido le llegó más hondo: -¡Eres orgulloso, José María! La lluvia le empapó el rostro, y chorros de agua le llenaron la boca. Con los labios prietos sorbió lo que quedaba y luego escupió con fuerza. -¡Gritón!, ¡cuentos de velorios! - Masculló en silencio. Esta expresión lo reconfortó, pero el lastre de una superstición de siglos lo inclinaba a aceptar cosas del otro mundo. Mientras incitaba la piara a caminar más rápido, sus ojos rebuscaban en la sombra otras sombras ocultas, más ágiles y tangibles, más horrorosas y despiadadas. Pero solamente veía las hojas de los árboles platinadas por la lluvia. Ahora recordó lo que le contó Clímaco. "A mí me salió el Gritón. Lo vi con estos ojos que se los comerá el gusano. Antes de que me privara del susto lo pude detallar. Es un espanto enorme con dientes afilados y babosos. Sus ojos botan candela y hiede a azufre". -¡José Clímaco! ¡Ni quién te crea! José María entró en la trocha de la montañita de Jeremías. Se persignó. No supo por qué ejecutó este acto. Lo cierto fue que al caer en el intrincado monte un frío raro se le metió en los huesos y le despelucó el cuerpo. En esos momentos el viento movía con furia los colgantes nidos de las oropéndolas y hacía llorar un bosque de caracolíes. De pronto oyó un guapirreo. Fue un grito largo y penetrante, con resonancia de bajo profundo porque le pareció que provenía de las entrañas de la tierra. Fue un grito masticado y chirriante. Un grito desafiante, antipático y roto en sus orillas como si unos dientes lo hubieran mordido y después lo escupieran. José María no sintió miedo. Creyó que ese grito había sido lanzado por otro campesino para darse ánimo, por eso él contestó con otro grito. Mientras su guapirreo se multiplicaba por el eco, se detuvo un instante, y escuchando, se dijo: "Ahora sabré si el hombre viene detrás de mí, o va adelante". No se demoró la contestación del otro hombre. Se le vino el grito encima afilado como un chuzo. José María, con la mano combada detrás de la oreja, detuvo el sonido un poco para analizarlo. Francamente no fue un sonido claro, más bien un ruido metálico que lo golpeó por todas partes, como si le llegara de todos los recovecos de la montaña. -¿Quién podrá gritar así? - Exclamó, y se entretuvo sopesando la cadencia final. El conocía todos los guapirreos de la región. Los campesinos del Corozo, por ejemplo, gritaban con un tono grave al principio, largo y afilado después; los de La Victoria, empiezan bajoneando como un toro criollo, cogen resuello y alzan el tono en la parte intermedia; los de Carrizal lo sostienen largo como un quejido y lo dejan caer, como lana de bonga, trémulo y flotante. Pero éste, este grito no lo podía analizar. "Con otro que le mande, con seguridad reconoceré el grito". - Se dijo. Y a continuación, un saludo alegre para ese desconocido caminante, posiblemente perdido en esos andurriales. La respuesta del extraño le llegó de súbito. Irrumpió poderosa y desafiante. Fue tan violento que lo dejó sordo y turulato. -¡Carajo para el hombre y su galillo! Casi me rompe los oídos, - protestó José María-. Si él cree que me va a ganar guapirreando porque su grito lo tira con más intensidad, se va a fregar conmigo. Ahora me oirá. Lanzó un grito de monte sinuano, de esos que llaman ba.jero por ser suaves, refrescantes y sonoros en la parte final. Se sonrió cuando oyó el eco de su grito montuno colgarse de las ramas y hacer maromas como los micos. "Cómo trina mi voz". - Se dijo orgulloso. De pronto recordó que había jurado no usar más ese largo guapirreo, desde la vez aquella que la mujer del capataz de Mundo Nuevo, al oírlo gritar, se sintió tan excitada que, rompiéndose el vestido, exclamó: -¡Marido mío, hazlo callar, o no respondo por mí! Una sonrisa de macho mujeriego le iluminó el rostro. Dejó de reír, porque los cerdos, como presintiendo algo, corrían desesperados, chapoteando en el fango y gruñendo incesantemente. Esa inquietud animal lo alertó. Por vez primera intuyó que había cometido una imprudencia respondiendo a los gritos del extraño. Se sintió incómodo, por eso apretó el paso. De repente sintió que la tierra temblaba. Y reventando el ámbito de la montañita de Jeremías, se escuchó de nuevo el horroroso grito. "¡Es el Gritón!". - Se dijo José María, y se creyó enloquecer. No le importaron los cerdos. Corrió como un poseso, pero el fango, la tierra trepidante, el aguacero, los árboles que amenazaban aplastarlo y la noche pringada de manchas móviles, lo apartaron de la trocha y se encontró perdido en la montaña. Por donde corriera lo atajaban los beiucos, lo herían las zarzas, lo rompían los troncos. Todo a su alrededor era confuso, misterioso, alucinante. Una claridad de fuego fatuo se hizo de pronto. Y esta tonalidad de azul vidrioso le dio a la montaña un color fantasmagórico. La cabeza se le puso grande y le zumbaron los oídos. Todos los pelos se le erizaron y los poros se le abrieron dejando escapar un mar de sudor que lo empapó de pies a cabeza. José María, con los ojos afuera de sus órbitas, no dio crédito a lo que estaba viendo. ¡El Gritón! Y el Gritón estaba frente a él. Y él, al verle los ojos que chisporroteaban, el cuerpo peludo y de color azulado, la boca enorme y chasqueante, los dientes afilados y babosos, se llenó de pánico que lo hizo encanecer. En ese momento no tuvo acción para huir. Parecía clavado en la tierra y ya el Gritón lo tenía casi encima. Pero rompiéndose los músculos, desjarretándose por el esfuerzo dio un tremendo salto y se encaramó en una varasanta. Hasta ahí llegó el monstruo, y con la furia de todos los diablos gritó tres veces, pero la resonancia de estos tres gritos le pareció un alarido inmenso y espeluznante que creó un vacío alrededor del árbol. José María se sintió sin aire. Media selva fue arrancada por un brazo invisible y al pie de la varasanta se abrió un cráter dentoso y profundo por donde salía un vaho pestilente y asfixiante. El demonio mirando a José María, rugió: -¡Anda y agradece a lo que sabes, o yo te hubiera enseñado a no andar de noche por la selva! Como eco de esa voz endemoniada reventó un relámpago, y luz y trueno a la vez dejaron un fuerte olor a azufre. En ese mismo momento se formó un remolino de ho.¡as, de troncos, de ramas, de bejucos, de chillidos de murciélago. Un remolino cuyo cono se hundía en el cráter y silbaba. Silbaba con una frecuencia tan alta, que José María sintió que se le derramaba la sangre por los oídos. La varasanta impulsada por el viento desatado vibraba como una cuerda que gemía golpeada por una mano misteriosa. Parecía una cosa viva dentro de ese vórtice. Ahora se combaba hacia el cráter; ahora se retorcía con ganas de quebrarse; ahora se alargaba y se encogía con ansias de elevarse, y así, enloquecida, bregaba tirar por tierra a José María que agarrado precariamente, con brazos, pecho y alma, se sostenía en la parte más alta. De súbito se aplacó el terrible estrépito. El cráter quedó cegado por las miles de cosas que arrastró el remolino y todo desapareció quedando ese lugar como si nada hubiera sucedido: liso como antes, con hojas como antes, con barro como antes. Solamente quedaba en el ambiente, un leve olor a azufre. José María encaramado en la varasanta esperó a que aclarara. Ahí cerquita estaban durmiendo los cerdos. Una lluvia menudita, un olor a oxígeno, un trinar de pájaros, le confirmó que el peligro, realmente, había pasado. El frío le atenazaba los músculos y recordando que había empeñado su palabra, bajó del árbol, despertó los cerdos y los fue arreando hasta el matadero de la ciudad. Recibió el pago por su trabajo. Y acariciando los billetes ajados y sucios, con la simpleza de un gesto mecánico, los guardó en sus bolsillos. Sacudíó las abarcas para arrancarles barro y miedo. Miró la ciudad con ojos neutros y cogiendo el camino de su pueblo, se dijo: "¡Eres orgulloso, José María!".
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