La ultima lágrima de Alberto durará para siempre
Apolinar Díaz Callejas
El Universal - Cartagena - Colombia - Viernes 21 de enero de 2000
Y pudieron más los demonios de la prepotencia de la sabiduría y el alma de robot, en que cada máquina sólo hace lo particular y propio y nada más que lo particular y propio. Fueron impotentes y nada pudieron el amor desbordado de los suyos tomándole de las manos para que viviera su alegría, su generosidad, su solidaridad, su bello rostro y su espíritu universal de justicia; esos demonios pesaron más que el heroico ahínco fraternal y filial y que el empeño apasionado, tierno y desesperado de todo el grupo familiar y de amigos, cada día, cada hora, cada minuto, cada segundo de su dolor para que también en estos dramáticos instantes, como en otros riesgos suyos de solidaridad en esta tierra, ganara su voluntad de vivir y triunfaran su humanismo, el bien y la alegría.
¡Oh los tiempos de los Alfonso Uribe Uribe!; de los que eran sabios seres humanos para quienes cada sufriente era el más importante, al que examinaban y cuidaban día a día, hora a hora, amorosamente, con manos suaves que se deslizaban por todo el cuerpo enfermo con afecto y sabiduría mientras explicaban la magnitud del mal o de los males, y que maestros de maestros con autoridad, coordinaban y dirigían la acción de los especialistas y de las máquinas. Eran la sabiduría y la ciencia hechas hombre para servir y salvar hombres. Ahora, la formación robotizada y recortada no tiene corazón. Cada quien es autónomo en su milimétrica sabiduría y en el pedazo del ser humano que debe atender. Seguramente no es su culpa individual. Son producto de los tiempos modernos que Charles Chaplin en su eterno humanismo, develó en su caricaturización de la mecanización y del mercantilismo impuestos al hombre por la actual organización social.
Llegué a la clínica, entré cuidadosamente a la habitación y le dije algo. Sebastián, su hijo mayor se levantó y me dijo en voz baja: "cuando entraste y hablaste te oyó y te conoció la voz. Debemos mantener silencio".
En silencio, me senté al pie de la cama y lo tomé de la muñeca de su brazo derecho. Viví ahí, en esos instantes, la agonía entre el avasallador optimismo y vigor iniciales de Alberto Díazuribe, mi hijo, y la última y tierna lágrima de la derrota que le asomó a los ojos cuando lo tenía con mi mano y sentía su cuerpo apenas tibio.
Fue como si, muy afligido, dolorosa y conscientemente triste de su final, se fuera muriendo lentamente agarrado de mí. Yo me estremecí silenciosamente hasta casi el desmayo, pues a mí también se me iba mi propia vida. Saqué coraje de donde no tenía, le solté suavemente la mano, me levanté y dije a quienes estaban, madre y sus cuatro hermanos, a Eduardo que entregó cuerpo y alma a su cuidado, a sus cuatro hijos, a la inmaculada y heroica Aurita Olmos, su mujer y a sus familiares, y a sus invencibles amigos, y dije: "que nunca esté solo, que siempre, de día y de noche, alguien lo tenga asido de su mano, que hasta el momento final siempre sienta el calor de una mano que quiere que viva, que quiere que no se muera". Y me fui disparatadamente, atropelladameente, a mi casa a padecer solo mi pena. Sabía que Alberto se había despedido de mí con esa tierna lágrima. Y lo hizo con todos porque todos lo tuvieron asido con sus propias manos y porque fue él, más que nadie, quien más sufrió por nosotros porque él se moría.
Porque él fue bueno y alegre y porque el breve tiempo que vivió lo ocupó en la lucha por la utopía humanista de justicia social, de la paz, de los derechos humanos, por la amistad, por todo ello, la última lágrima de Alberto durará para siempre.
Nadie me puede ayudar más en esta hora que Miguel Hernández, el notable y tierno poeta español de "Nanas de la cebolla", muerto en plena juventud sin cumplir aún los 32 años de edad, bajo los tormentos en las cárceles fascistas de la España del general Francisco Franco.
'No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mí desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.
Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vista desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada".