Muchos aspectos de la salud humana estaban fuera de la atención de los centros médicos. Aunque ya funcionaba el Hospital San Jerónimo, éste quedaba prácticamente fuera del perímetro urbano, el cual llegaba entonces hasta la calle 21. En esos tiempos la vía al Hospital estaba deshabitada y sus vecinos eran la desmotadora del Instituto de Fomento Algodonero -IFA- y la antigua Granja Experimental.
En la mente de los monterianos se grabaron las imágenes de dos figuras que ofrecían sus importantes oficios a domicilio: las parteras y los inyectólogos. Uno de estos últimos fue el señor Páez, que llegaba sudoroso en bicicleta -como era el estilo en esa época- a cumplir una ceremonia casi ritual.
En primer plano se observa la tapa, y atrás el cuerpo, con el soporte y la jeringa en su interior.
La jeringa y sus agujas venían protegidas en un estuche alargado de acero alemán, que a la vez servía para su esterilización. La tapa se volteaba y se llenaba de alcohol hasta el tope. Encima se le colocaba el soporte, y sobre éste el cuerpo del estuche, relleno de agua limpia. Allí dentro se metían la jeringa -con el émbolo afuera- y la aguja a utilizar, de acuerdo con la densidad del líquido a inyectar y de la contextura y nervios del paciente. Finalmente se encendía el alcohol y el tiempo de esterilización era el que demoraba éste en consumirse.
A la izquierda el estuche abierto, en donde se observan la tapa en primer plano y atrás el cuerpo, con el soporte en su interior. A la derecha, están en orden el cuerpo, el soporte y la tapa.
Este no es un estudio exhaustivo, sino tan solo los apuntes de un breve recorrido por los recuerdos de una época, que por fortuna aún se mantienen vivos. |